Comentario
Gracias a las donaciones de todo tipo y exenciones fiscales, las iglesias se fueron configurando como una fuerza patrimonial que, en una época de quiebra económica en la que las masas de indigentes proliferaban, ejercía un poder determinante. La caridad y el amparo de la poderosa Iglesia constituía a menudo el único camino para estos hombres empobrecidos. En otros casos la Iglesia y sus obispos aparecían como opresores y los indigentes, organizados en bandas armadas (los bagaudas) saqueaban y mataban tanto a los grandes propietarios laicos como a las iglesias y obispos. En el año 449, un ejército de desesperados asoló la ciudad de Tarazona, matando a su obispo. El escenario principal de las actuaciones bagáudicas era el alto y medio valle del Ebro.
El poder económico y social de la Iglesia atraía todo tipo de conversiones clericales. Es sugestiva la conversión de Theodoro, un judío de Iamona (Ciudadela) que era patrono de la ciudad y pater patrum (equivalente a jefe de la asociación religiosa) de la sinagoga de la ciudad. La presión de los cristianos para conseguir su conversión es elocuente: "Si quieres ser rico, honorable y vivir seguro, cree en Cristo". Su aceptación a tan tentadora propuesta fue seguida por la conversión de otros altos personajes de la ciudad, entre ellos Cecilianus, defensor civitatis, y su familia. Es un testimonio elocuente de que el orden clerical se había convertido en una categoría social en la que el enriquecimiento y la estabilidad del patrimonio estaban sólidamente garantizados.
A partir de Constantino, la Iglesia se constituyó en la canalizadora de las donaciones no sólo del emperador, sino de los homini novi, la nueva aristocracia de funcionarios que rodeaba al emperador y, en menor medida, de la vieja aristocracia, puesto que ésta estaba vinculada en su mayoría -sobre todo en Roma- a la religión romana. Las múltiples disposiciones a favor de la inmunidad fiscal de los bienes, tanto de las iglesias como de los clérigos, que aparecen durante el período de Constantino y Constancio en el Codex Theodosianus, les confirió no sólo un poder económico sino una gran capacidad de influencia social. La Iglesia pasó a detentar el monopolio de la asistencia social, siendo asignada a esta actividad, en teoría, una cuarta parte de los beneficios que las iglesias tuviesen. En el año 468, Simplicio, obispo de Roma, ordenaba dividir los beneficios de las iglesias en cuatro partes: una para mantenimiento del obispo, otra como salario de los clérigos, otra para el culto y, el cuarto restante, para la asistencia social. El mismo principio fue decretado por el papa Gelasio en el 494. Sin embargo, en España las rentas se dividían en tres partes, correspondientes al obispo, al clero y a la fábrica de la Iglesia (G. Martínez Díez) sin constituir probablemente una excepción, pues tal debía ser en la práctica el reparto en muchas otras iglesias.
No obstante, el derecho al asilo eclesiástico o, dicho de otro modo, el derecho a la protección del obispo a todo aquel que siendo sospechoso de haber cometido delito alguno se hubiera refugiado en un edificio sagrado así como la manumissio in ecclesia o capacidad jurídica para conceder la libertad a los esclavos siempre y cuando éstos accedieran a convertirse en colonos del dominus o gran propietario, si éste así lo decidía, y sobre todo la acción de muchos obispos como patronos de hecho de las ciudades, les confirió una gran influencia social y reforzó sus estructuras de poder. En Hispania se encargó a Hidacio, obispo de Aquae Flaviae (Chaves), llevar una embajada ante el general Aecio, responsable de la defensa de Hispania, solicitando que pusiera fin al pillaje y saqueo de los suevos sobre los galaicos. La embajada (que aceptó a instancias de los ruegos de sus conciudadanos) tuvo como resultado el envío del Conde Censorio a Hispania, quien inicia -junto al propio Hidacio- unas negociaciones con los suevos que sabemos concluyen con el establecimiento de la paz.
La crisis provocada por las invasiones y la desorganización del poder civil de los hispanorromanos, refuerza la autoridad y el poder de los obispos. La tutela de éstos era la esperanza más segura para defenderse tanto de los saqueos de los bárbaros como de los llevados a cabo por los recaudadores de impuestos. La protección judicial -asentada sobre la capacidad jurídica otorgada a los clérigos para actuar como jueces de todo tipo de delitos, excepto los crímenes capitales- es entendida en el I Concilio de Tarragona, en su canon 10, no a la manera de los jueces de oficio, previo pago, sino por pura devoción. El agradecimiento por la protección dispensada sólo podría revertir en el beneficio del prestigio de la Iglesia. No obstante, los emperadores tuvieron que intervenir repetidamente contra la parcialidad con que la justicia era aplicada por los clérigos que defendían a los acusados cuando las pruebas por delitos graves -en gran medida de carácter fiscal- eran manifiestas. En una disposición del emperador Arcadio se nos dice que muchos clérigos arrancaban al culpable del suplicio merecido justamente (C. J. I, IV, 6 y C. Th. IX, XL, 16). A este tipo de defensa debieron dedicarse activamente en Hispania algunos obispos, entre ellos Rufino y Gregorio, a los que el papa Inocencio I insta a fin de que atemperen tales prácticas.
Así, la Iglesia bajoimperial, tanto en el occidente del Imperio como en Hispania, llenó en cierto modo el vacío institucional dejado por las oligarquías municipales y por las propias autoridades imperiales. Lo cierto es que el ejercicio de estas funciones de carácter asistencial, si bien debilitó al fisco y por consiguiente al Imperio, contribuyó al fortalecimiento político de algunos obispos y, en consecuencia, al de la Iglesia.